
Augusto, ¿héroe o villano?
El 19 de agosto del año 14 d.C. murió Cayo Julio César Octaviano, el hombre que, al fingir que revitalizaba la República romana, la había herido de muerte y había dado paso a un sistema completamente nuevo: el Imperio. Sobrino-nieto del gran Julio César, inició su carrera a la sombra de éste, demostrando una escasa habilidad militar y una sorprendente capacidad para rodearse de personas válidas que hicieran todo lo que él no sabía. Tras la muerte de César y por virtud de su testamento, el joven Octavio pasó a ser su principal heredero, adoptando su nombre y tomando posesión de gran parte de sus bienes para desazón de algunos seguidores del dictador que, como Marco Antonio, se consideraban más dignos de tal honor. Así comenzó la carrera del hombre más poderoso de su tiempo, un personaje fundamental en la historia de Occidente, sin el cual el mundo que nos rodea sería totalmente distinto.
La vida de Augusto nos dejó muchas lecciones valiosas. La principal de ellas, muy bien aprendida por numerosos políticos a lo largo de la historia, es el respeto al poder de la propaganda. Ya lo puso de relieve Paul Zanker en su monografía clásica “Augusto y el poder de las imágenes”: el imperio de Augusto se basó en el uso de la propaganda. Monedas, estatuas, inscripciones y, sobre todo, un ambicioso programa literario de glorificación al Príncipe, hicieron que Octaviano, un simple mortal, se convirtiera en un dios eterno. Con la propaganda bajo su control, Augusto consiguió que sus crímenes, muchos y terribles, quedaran eclipsados por sus logros políticos. Cuando las generaciones posteriores han pensado en Augusto, han pensado en una Roma de mármol, han pensado en Virgilio y Horacio, en la Pax Augusta, en las ciudades fundadas en las colonias. Pocos recuerdan que fue el joven Octaviano el que permitió que se incluyera el nombre de Cicerón en las listas de hombres que debían morir. Pocos recuerdan que, para reclamar su herencia, Octaviano no dudó en derramar cuanta sangre fue necesaria, en suprimir a cuantos rivales se pusieron en su camino. Pocos le señalan como responsable de la muerte de Cornelio Galo, uno de los mejores poetas líricos de la historia de Roma. La gran lección que nos enseña la vida de Augusto es que uno puede desatar cuanta maldad desee hasta que caiga el último de sus enemigos; lo importante es revestir la vida posterior de una pátina de bondad y rodearse de una buena cohorte de propagandistas que lave tu imagen de cara a la posteridad. ¿Qué habría pasado si Hitler hubiera ganado la guerra y el doctor Goebbels hubiera podido continuar con su labor al frente del Ministerio de Propaganda? Hitler bien podría haber tenido veinte o treinta años de paz para hacer que el mundo olvidara los campos de exterminio. ¿Por qué recordamos a Hitler como un monstruo y a Augusto como un héroe de la civilización? Porque Hitler perdió sus guerras y Augusto venció las suyas.
¿Qué habría ocurrido si Octaviano hubiera sido derrotado por los cesaricidas en Filipos? ¿Qué habría ocurrido si Marco Antonio le hubiera hecho huir en Accio o en Alejandría? ¿Qué imagen habría legado a la posteridad? De haber ocurrido esto, Octaviano sería hoy recordado como un adolescente ambicioso y cruel, responsable parcial de la muerte de Cicerón y Cornelio Galo, mediocre militar y político golpista. Y, por supuesto, no estaríamos recordando su muerte dos milenios después, como no recordamos la de tantos otros monstruos de la historia.
Pero Octaviano triunfó. Casio y Bruto cayeron, y después lo hicieron Pompeyo, Lépido y, por último, Marco Antonio. Octaviano triunfó y se vio libre de enemigos. Nada como un horizonte libre de peligros para fingir que uno es un dechado de virtudes. Tras su triunfo sobre Cleopatra, Octaviano hizo grandes esfuerzos para no cometer excesos, a sabiendas, o no, de que serían esos años de su vida los que la posteridad recordaría. Con todos sus enemigos muertos, Augusto se esforzó es presentarse como el amigo de todos. El amigo del pueblo, el amigo de los caballeros, el amigo del Senado. El amigo de la República, a la que él aseguró haber devuelto su prestigio y poder. El mismo que había construido su poder con sangre y fuego lo coronó con mármol y poesía. Y lo hizo con una maestría tal que han sido muy pocos los que han dudado de su carácter benéfico para Roma y Occidente.
¡Y qué legado nos dejó! Si nos detenemos sólo en el campo de la literatura, la labor de patrocinio de Augusto, realizada a través de su amigo Mecenas, cosechó tanta genialidad que cualquiera estaríamos dispuestos a perdonarle sus crímenes de juventud. ¿Cómo entender la literatura europea sin la Eneida? ¿Cómo entender el arte occidental sin las Metamorfosis? Virgilio, Horacio, Propercio, Livio... Es muy probable que estos grandes genios hubieran escrito grandes obras aunque no hubiera existido un Augusto, pero fue éste quien les dio un tema del que cantar, un contexto amable y sin preocupaciones en el que pudieran centrarse en sus escritos. ¿Que Ovidio acabó desterrado por una condena suya? Se le perdona. ¿Que Cornelio Galo fue empujado al suicidio cuando aún le quedaba toda una vida por delante para cultivar su poesía? Se le perdona también. Al fin y al cabo, ¿quién conoce a Cornelio Galo hoy en día?
Augusto, monstruo o héroe, es uno de los hitos sin los que no podemos entender la historia occidental. Aunque es cierto que él mismo no inventó nada, pues las estructuras de poder que aplicó llevaban siglos desarrollándose en las monarquías helenísticas, Augusto supo ejercer como un crisol que fundió todo lo antiguo para engendrar un mundo nuevo. Un mundo en el que las ciudades estado clásicas ya no tendrían cabida. Augusto fue el primero que unificó el Mediterráneo bajo un mismo cetro. Cetro político, cetro cultural, cetro económico. Augusto supuso la primera piedra de un proceso que fue mucho más allá de lo que hoy es la Unión Europea, pues abarcó las dos orillas del Mediterráneo y no sólo una de ellas. Augusto fue el primero que dictaminó que todo el Imperio debía estar regido por una única cabeza pensante. El siguiente paso fue obligar a todos los súbditos del Imperio a que adoraran a un único dios, un paso que, por suerte para la civilización pagana y para todos sus logros culturales, no fue dado hasta muchos siglos después de la muerte de Augusto.
Comentarios