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Homenaje a Javier Krahe. La otra versión de la Odisea
No cabe duda de que los clásicos han inspirado a infinidad de escritores y poetas, desde los Góngoras y Quevedos, pasando por el Romanticismo y hasta Borges, Antonio Prieto y Aute. Carece de sentido intentar abarcar aquí las épocas en las que han tenido presencia o los artistas de cuya poesía asoman; de modo que aquí mencionaremos sólo a uno: un poeta que forma parte de ese grupo en que pervive la leyenda clásica ---lo cual no es decir mucho---, pero uno de los inadvertidos, un poeta disfrazado de cantante cuyo nombre y talla siempre han sido evocados junto a una sonrisa, y cuya trayectoria profesional jamás se ha apartado de lo singular.
Javier Krahe ha sido compañero de micrófono de Joaquín Sabina y Alberto Pérez en la que muchos llaman la época dorada, en la Mandrágora; cuando cerrarón el local, no dejó de actuar, casi siempre en solitario; pocas veces vería huecos entre el público de sus actuaciones, y su ritmo de trabajo de cara al público era agotador, con actuaciones muy seguidas, incluso diarias, durante más de 30 años, en locales muy conocidos por ello como el Café Central o la Sala Galileo de Madrid. Eso durante las tres estaciones más frías del año porque, como se ha visto hacer a pocos cantantes, se tomaba religiosamente unas vacaciones en los meses estivales, de la que con frecuencia salían, según contaba en sus actuaciones, letras de nuevas canciones. Y como sucede con muchos cantautores, la música que acompañaba sus letras era poco más que acompañamiento para su poesía, aunque la melodía fuera precisamente lo único inmutable de éstas, siendo responsable el propio Krahe de modificar in situ y sin previo aviso la letra de sus canciones, como si sus composiciones no tuvieran ningún valor o fueran tan flexibles como se quisiera, dándole a sus letras una improvisación más propia del Jazz que de los recitales.
A menudo, antes de cantar una canción, le contaba al público cómo se le había ocurrido escribirla: se subía al escenario con los músicos que le acompañaban y se llevaba un vaso largo a la boca, del que sorbía pausadamente para humedecerse la voz; se pasaba la mano por la cara, rápidamente, de arriba abajo, aprovechando para mesarse la barba, y se ponía al otro lado del micrófono. Comenzaba a charlar consigo mismo, para el público, y contaba cómo, en un día de sol, en su casa del sur, acostado en una hamaca y con un vaso de algo en una mano, cogía un libro: la Odisea de Homero. Entonces, tal vez, le hablaba al público de su infancia, de la suya propia, sus traspiés por la escuela, o sus primeros años en la universidad; de cómo le habían obligado a leer grandes tostones de la literatura clásica, a leerlos, no a entenderlos; siempre con cara de gran asombro, como si aún percibiera las anécdotas desde su yo infantil, pero siempre serio; desenfadado, serio y tranquilo. Y puede que terminara con su introducción: «vamos a empezar con una que ya tiene bastantes años, que sucede hace 2700 años; en la parte de Grecia.... Acompañada con un coro de lobos de mar. Va en jónico... en corintio... ». Comenzaban primero entonces los instrumentos, la guitarra de Javier López de Guereña, o quizás una cuchufleta, el silbato de las chirigotas, o tal vez Andreas Prittwitz le daba el pie a Krahe:
«No sé cuál es más bella si
la mar, la vela o la estrella y
las tengo al navegar,
las tengo al navegar,
las tengo al navegar,
la vela, la estrella y la mar.
Yo como Ulises he sido
de Penélope el marido
y me alejé de esa joya
por unirme a Agamenón,
que iba a la guerra de Troya,
¡me pedía el cuerpo acción!»
Así comenzaba la conocida canción de Ulises, que tras idear el ingenioso caballo de madera y el furibundo Aquiles, vuelve rumbo a Ítaca.
«Fueron diez años
y me volví para casa
puse de Ítaca el rumbo
y ya sabéis lo que pasa
dando un tumbo y otro tumbo
Y ¿qué queréis que uno haga
si al primer tumbo me tumbo
en el lecho de una maga?»
y tras pasar por Calipso y Circe, llega a las costas de Polifemo:
«Sopla un viento contrario
y doy con un sanguinario
cíclope vil, Polifemo.
Aunque me tuvo a su antojo
era un borracho y un memo.
Le clavé un palo en el ojo.
"Nadie", gritaba, "me ciega",
Nadie gritaba: "acusica".
Con Poseidón no se juega
y naufrago hacia Nausica.»
para, finalmente, llegar a Ítaca y darle un nuevo final, más verídico y también feliz, a la historia.
«Ítaca al fin, veinte años,
Ítaca al fin, no son nada,
unos cuantos desengaños
y es el mar agua pasada.
Me disfracé de mendigo,
vi a Penelope casada
con un antiguo enemigo.
Y ahora soy un ex marido,
y un ex padre, y he sabido
que guardó un tiempo mi ausencia
bordando, que era un primor,
que se agotó su paciencia,
que rompió su bastidor.
En uno de sus repentes
y a uno de sus pretendientes
parece ser que le dijo:
"Padre serás de mi hijo
y tendremos otros varios.
Ulises, si es que regresa,
se llevará una sorpresa,
me lo dictan mis ovarios."
Y ahora, perdido mi rumbo,
ahora voy adonde sea.
Un tumbo doy y otro tumbo
y prosigo mi Odisea
en otras tristes canciones
sólo Hermes y Atenea
comparten mis libaciones.
No sé cuál es más bella si
la mar, la vela o la estrella y
las tengo al navegar,
las tengo al navegar,
las tengo al navegar,
la vela, la estrella y la mar.»
De esta manera, el ínclito y maravilloso, el de los dedos vertiginosos, el rock duro de Javier Krahe, en palabras de Joaquín Sabina, jugaba con la ironía y la crítica, pervertía la seriedad con sus canciones, desdibujaba la línea existente entre el humor blanco y el negro; sus cuentos podían recordar a los de los fabulosos Les Luthiers, y los escribía a base de versos y ripios cargados de un lirismo feroz que compartía con su compañero de letras, Georges Brassens. El pasado 12 de julio falleció, y desde aquí queremos recordar su persona con esta canción, Como Ulises, que tanto se ha usado en las aulas para presentar al poeta de poetas.