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Las magistraturas romanas: características comunes

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Luis Manuel López | Historia | 11/01/2021 - 14:20Comenta

Magistraturas romanas

La política romana de época republicana giró siempre en torno a tres grandes pilares: el Senado, las asambleas y las magistraturas. Mientras el Senado tenía un papel consultivo y las asambleas cumplían una función legislativa y electoral, los magistrados eran el auténtico órgano de gobierno que hacía funcionar la República romana. Eran quienes tomaban las decisiones prácticas en cada momento y quienes tenían la autoridad para hacer cumplir las leyes.

El recorrido por las diversas magistraturas romanas era el llamado cursus honorum, el camino de los honores. Un aristócrata romano debía intentar por todos los medios llegar tan alto como pudiera en esta carrera, teniendo como objetivo final el ser nombrado cónsul y hacer que se familia pasara a formar parte de la nobilitas patricio-plebeya que gobernaba la República.

Cuestores, tribunos de la plebe, ediles, pretores, cónsules, dictadores y censores tuvieron cada uno sus propias atribuciones. Cada magistratura se encargaba de un aspecto concreto del gobierno de la República, tenían unos poderes determinados y una serie de obligaciones marcadas por a ley o el mos maoirum. Sin embargo, aunque sus características cambiaron a lo largo de los siglos, las magistraturas romanas mantuvieron intactas algunos elementos esenciales. ¿Cuáles fueron esos elementos comunes de todas las magistraturas romanas?

1- Los magistrados romanos eran elegidas por los ciudadanos

En primer lugar, todas las magistraturas eran elegidas de forma más o menos democrática y en un sistema más o menos limpio por los ciudadanos romanos. Por supuesto, no podemos hablar de una auténtica democracia, ya que el voto de los ricos contaba mucho más que el de las clases medias o que los pobres, que ni siquiera podían votar en las elecciones a las magistraturas más importantes. Pese a que el nivel de desarrollo de la democracia romana fue muy escaso, los magistrados siempre fueron elegidos por el pueblo y sólo a partir de Augusto nombrados directamente por un poder superior. Las magistraturas más importantes, cónsules y censores, las que contaban con imperium, eran elegidas en los comicios por centurias, en los que los llamado capite censi o proletarii (aquellos ciudadanos por debajo de un patrimonio mínimo) estaban excluidos. En estos comicios los votos de los ricos tenían mucho peso, de forma que sólo aquellos que contaban con su aprobación podían llegar a ser cónsules o censores en Roma. El resto de magistraturas eran elegidas en los comicios por tribus, donde votaban todos los ciudadanos romanos sin distinción por criterios de riqueza o nacimiento repartidos en treinta y cinco tribus.

2- Todas las magistraturas tenían una duración determinada

En segundo lugar, todas las magistraturas tenían una duración determinada que, con excepción de dictadores y censores, era de un año exacto. El motivo de esta limitación era el rechazo que los romanos siempre sintieron a la idea de que un mismo individuo pudiera perpetuarse en el poder durante demasiado tiempo sin que un organismo de control pudiera frenar sus ambiciones. La raíz de este miedo estaba en la mala experiencia de los romanos con la institución monárquica, que aunque tuvo algunos representantes virtuosos acabó degenerando en una tiranía en tiempos de Tarquinio el Soberbio. Las fuentes reflejan este rechazo en numerosos episodios en los que algún político intentó perpetuarse en el poder más tiempo del que le era lícito, con un destino aciago para la mayoría de ellos. Basta pensar en los ejemplos de Tiberio Graco o Julio César para darnos cuenta de hasta qué punto los romanos rechazaban la idea de que un mismo político ocupara el cargo más allá dl tiempo establecido.

3- Todas las magistraturas eran colegiadas

En tercer lugar, todas las magistraturas eran colegiadas, es decir, estaban ocupadas como mínimo por dos personas. El objetivo de este poder compartido era el mismo que el de la limitación en el tiempo: evitar demasiado poder en manos de una misma persona. Los magistrados que ocupaban un mismo cargo tenían los mismos poderes y la misma autoridad, lo que les obligaba a tener que llegar a consensos y acuerdos entre ellos y a no poder imponer su voluntad al resto de forma automática. El número de personas que ocupaban una magistratura fue variando a lo largo del tiempo, ya que no se necesitaban los mismos magistrados para gobernar una pequeña ciudad estado en el siglo V a.C. que un imperio marítimo y continental en el siglo I a.C. Como veremos, sólo hubo una magistratura que no fue colegiada sino que recayó en manos de un único individuo: la dictadura, a la cual se recurrió únicamente en casos de extrema emergencia.

4- Los magistrados romanos eran inviolables durante el tiempo que duraba su mandato

En cuarto lugar, todos los magistrados eran inviolables durante el tiempo que duraba su mandato. Esto quería decir que nadie, ni particular ni institución, podía acusarlos ante los tribunales ni llevarlos a juicio. Era una protección especial que les permitía llevar a cabo sus decisiones sin tener que dar cuenta de ellas y sin que sus asuntos particulares pudieran interferir en su mandato. Eso sí, en el momento en que los magistrados dejaban de serlo y volvían a ser simples privati podían volver a ser acusados y condenados por los tribunales, por lo que muchos se cuidaban de acumular odios y rencores durante su tiempo de mandato. Por otro lado, no eran pocos los aristócratas que se presentaban a una magistratura precisamente para evitar ser llevados a juicio y escapar así de sus problemas legales al menos durante un tiempo.

5- Las magistraturas romanas no eran remuneradas

Ser un magistrado de la República romana era un honor al que muy pocos ciudadanos podían optar. Hacía falta una economía saneada, tanto para sobornar a los electores de forma directa como para subvencionar todas las actividades (juegos, repartos de alimentos) que convertían a un simple candidato en uno de los favoritos del pueblo. Aunque no era condición indispensable, siempre ayudaba contar con antepasados ilustres que hubieran ocupado ya la magistratura en cuestión. Llegar a ser elegido suponía un desembolso de dinero enorme que en ocasiones obligaba a los candidatos, incluso a los más ricos, a endeudarse para poder soportar una campaña electoral tan gravosa. En definitiva, sólo los más ricos podían optar a desempeñar las magistraturas.

A esto hay que sumar un hecho: como es habitual en las ciudades estado de la antigüedad, con excepción de experiencias democráticas más radicales como la Atenas de Pericles, en Roma no se contemplaba ninguna compensación económica o sueldo para los magistrados, lo que cerraba el acceso a la política a aquellos que tuvieran que trabajar para ganarse un sustento.

La realidad era que, como hemos dicho, incluso los más ricos tenían dificultades para afrontar los gastos necesarios para organizar una campaña electoral con posibilidades de éxito. Algunas magistraturas resultaban especialmente costosas para aquellos que las desempeñaban. Los ediles tenían que sufragar de sus propios bolsillos la mayor parte de las reformas urbanísticas o los espectáculos que quisieran ofrecer a la ciudad, pero hacer este gasto era una condición casi indispensable para que el pueblo volviera a premiarles años después con otra magistratura superior. Cuando un aristócrata llegaba a la pretura o el consulado podía estar tan endeudado que su patrimonio y su propia seguridad personal estuvieran en peligro. La única forma que tenían de paliar esta situación era conseguir un gobierno provincial en el que, por medio de la guerra o la extorsión de los súbditos provinciales, sus arcas particulares regresaran lo suficientemente llenas a Roma como para pagar a los acreedores. Es decir, sólo la guerra y la corrupción hacían que el sistema de las magistraturas romanas fuera rentable.

6- El orden de las magistraturas no fue fijo ni obligatorio durante toda la República

Lo habitual en las obras de divulgación es encontrar que el cursus honorum era un camino con una serie de hitos que los aristócratas debían ir pasando en su vida dependiendo de su edad. Según estas historias simplificadas, el joven aristócrata que alcanzaba la treintena podía optar a ser elegido cuestor, para después de esto continuar compitiendo por ser tribuno de la plebe (siempre que fuera plebeyo), edil (curul o plebeyo dependiendo de a qué familia perteneciera), pretor, cónsul y censor. Suele señalarse también que existía una edad mínimo para optar a cada una de las magistraturas, de forma que los menores de cincuenta años no podían, por ejemplo, presentarse como candidatos al consulado.

Lo cierto es que esta estructura, como tantas otras en la Roma Republicana, distaba mucho de estar cerrada y consolidada. Hasta época muy tardía no existió una legislación que regulara el orden en el que se debían desempeñar las magistraturas, ni los requisitos que debían cumplir los candidatos, así como la cantidad de veces que se podía optar a ellas o cuánto tiempo debía transcurrir entre una ocasión y la siguiente. En esto los romanos fueron muy prácticos y fueron resolviendo las situaciones sobre la marcha. Fue en el 180 a.C. cuando un tribuno de la plebe hizo aprobar la llamada Lex Villia Annalis, la primera pieza legislativa que regulaba las edades mínimas que había que tener para ser magistrado y el tiempo que había que esperar para optar a la misma por segunda vez o a la superior. El objetivo de esta ley era evitar que se repitieran casos como el del joven Cornelio Escipión, que en el marco extraordinario de las guerras contra Aníbal de Cartago había llegado al consulado siendo muy joven y de forma considerada por muchos como irregular.

No conocemos en detalle el texto de la Lex Villia Annalis, pero parece ser que durante un tiempo los aristócratas romanos la respetaron. Fue a finales del siglo II a.C., a inicios de lo que se conoce como crisis de la República, cuando esta norma se quebró para hacer frente a sucesivas emergencias. Los siete consulados de Cayo Mario, muchos de ellos alcanzados de forma sucesiva, son una muestra de cómo esta ley había caído en el desuso y el desprestigio más absoluto, siendo sustituida por una política pragmática en la que los grandes caudillos militares comenzaban a imponer su voluntad sobre el resto de instituciones.

En el año 79 a.C. Lucio Cornelio Sila, como dictador, trató de poner remedio a esta situación resucitando el espíritu de la Lex Villia e intentando devolver un cierto orden al cursus honorum. La estructura y los límites que suelen aparecer en los cuadros y esquemas modernos sobre la magistraturas romanas suelen hacer referencia a la reforma de Sila. Una reforma que llegó tarde y que apenas sobrevivió unos años a su promotor, ya que en los años setenta a.C. la República ya estaba herida de muerte debido a los enormes cambios sociales y políticos que había experimentado.

7- Las magistraturas no desaparecieron en el Imperio

Cuando Augusto llegó al poder tras años de guerras civiles, estableció una dictadura personal disfrazada de legalidad republicana en la que las magistraturas fueron dejando de tener sentido de forma paulatina. Dado que Augusto asumió la tribunicia potestas (los poderes y la protección sagrada de los tribunos de la plebe) y el imperium maius (que le ponía por encima de cónsules y pretores), el poder en Roma pasó a estar definitivamente en manos de una única persona. Sin embargo, dado que el sistema creado por Augusto se basaba en mantener la ficción de que las instituciones republicanas seguían existiendo, continuaron convocándose elecciones a todas las magistraturas, aunque muchas de ellas ya se había determinado de antemano quién las ocuparía. En muchos casos fue el propio Augusto quien decidió qué personaje sería elegido cónsul y pretor, ya que utilizó las magistraturas como premios para quienes le eran leales y útiles el gobierno. Él mismo ejerció el consulado en múltiples ocasiones, eligiendo como colegas no pocas veces a miembros de su propia familia que no tenían edad legal para desempeñar este cargo. Las elecciones continuaron existiendo, pero no eran más que un teatro al que la plebe romana se prestaba gustosa. Las leyes que marcaban los límites y condiciones para acceder a las magistraturas quedaron, por supuesto, invalidadas, ya que el propio Augusto las ignoró durante toda su vida al haber llegado él mismo al consulado de una forma y a una edad totalmente ilegales.

En tiempos de los sucesores de Augusto las elecciones dejaron de celebrarse, y el recinto antes destinado a estos menesteres en Roma (los saepta) fueron reconvertidos en un espacio de ocio y glorificación a los emperadores.

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